lunes, 26 de septiembre de 2016

Francisco ya puede volar, de Ana Laura Lissardy

Conocí a Ana Laura cuando vino a presentarnos su último libro, Ser Luis, una novela en la que mezcla la peripecia vital de un adolescente ficticio y prototípico con la biografía del famoso futbolista uruguayo Luis Suárez.
Ahora, esta escritora de prosa tan fácil como elegante nos regala un lindísimo y entrañable cuento cuyo protagonista es un niño con el que muchos se identificarán. Una historia que les encantará, también, a los adultos, especialmente a los docentes a quienes les gusta su profesión.


Francisco ya puede volar, de Ana Laura Lissardy


Francisco podía ver vientos, tormentas, volcanes y olas en una gota de lluvia en la ventana. Y podía ver un mundo entero en un grano de arroz. Cuando echaba azúcar a su Vascolet, por ejemplo, veía a los sembradores y cortadores de caña en esa cascada blanca que caía en su taza. Cuando se acostaba y un rayo de luna entraba por su ventana, veía una galaxia entera y hasta la explosión del Big Bang. Podía ver toda la vida en su verdadera dimensión.
Iluastración de Dayana Gaviria


Cuando podía, porque muchas veces le llamaban la atención y lo rezongaban, por “distraído” o por “no prestar atención”. Como le pasaba en la escuela.

Porque Francisco también salía a volar con las palabras. Cuando la maestra hacía un dictado, por ejemplo, mientras sus compañeros de clase iban escribiéndolas, él corría y pegaba un salto sobre ellas como si fueran un skate salía volando por la clase, por los pasillos, por la puerta de entrada de la escuela, las calles, la plaza, la canchita del barrio.

Siempre había una palabra que lo hacía salir a volar y que, con el impulso, le quitaba la capucha de la cabeza y hacía bailar a sus rulos negros con el viento.

Desde lo alto, Francisco lo veía todo. Un perro salchicha, un afilador, el moño de una niña, la cola de un gato apuntando al cielo… Hasta que la maestra lo rezongaba, le preguntaba qué diablos estaba haciendo, dónde andaba, y por qué no era capaz de escribir lo que le dictaba. A lo que algunos de sus compañeros se reían y burlaban, lo llamaban “distraído”, y recalcaban que solo había escrito una palabra.

Francisco intentaba explicar dónde había estado pero, nervioso por el reto y las risas, entreveraba las palabras e incluso hasta las letras, mientras escondía todo su cuerpo en aquella capucha que siempre llevaba.

Después, apurado por escribir todas las palabras que le faltaban, en el atropello, las dibujaba al revés, boca arriba, corridas más allá o confundidas unas con las otras. La z con la s, la m con la n o la w, la r dada vuelta. Y siempre todo aquello terminaba con una nota con letras rojas de la maestra y un rezongo en su casa.

Pero un día llegó una nueva maestra a la clase, Sofía. Sofía era alta, usaba pollera y botitas verdes, y broches de distintos colores en su pelo marrón y vertical. El primer día que hizo un dictado, vio a Francisco salir volando sobre las palabras y lo dejó alejarse por la ventana. Francisco viajó y viajó como hacía siempre, y vio un gorrión en un semáforo, una media en un tendedero, y muchas cosas más.

Cuando se cansó, volvió a la clase, y lo primero que vio fue la sonrisa de Sofía, que le dijo, apenas llegó:

—Bienvenido, Francisco. Tenemos curiosidad por saber por dónde anduviste. ¿Nos contás?

Francisco miró a sus compañeros, casi tan sorprendido como ellos, que no entendían cómo esa “rareza” podía ser tomada en serio por una maestra.

—Sí, Francisco. Me encantaría saber qué hay allá, donde yo no puedo ver nada. Contanos.

—Eh… —dudó un momento mirando el banco—. Estaba escribiendo la palabra “solo” y entonces vi un calcetín colgado solo y triste en un tendedero. Pero el calcetín salió volando con el viento y cayó sobre un gorrión que estaba parado en un semáforo y que, al levantar vuelo, hizo señalar a una nena que estaba esperando para cruzar la calle con su madre, que hablaba por celular. La mamá dejó de hablar por un segundo para ver lo que señalaba la hija y, por algo que vio, cambió una respuesta que iba a dar de “no” a “sí”. Entonces, la persona que estaba del otro lado del teléfono pegó un salto de alegría e hizo caer dos libros del estante de una librería en la que estaba comprando. Y un hombre que estaba ahí al lado vio uno de los libros caídos, lo levantó y se rió porque era justo lo que necesitaba. Entonces…

Y así siguió Francisco, contando todo lo que había visto en el viaje y cómo una media rota y sola se había convertido en varias alegrías. Y todo eso había pasado mientras escribía la palabra “solo”. Pero a Sofía parecía importarle mucho menos el tiempo que le llevó escribir que todo lo demás; que todo ese viaje que acababa de contar.

—Gracias, Francisco, por esta aventura —le dijo Sofía cuando terminó—. La palabra “solo” se transformó a través de las personas y de las historias en algo cada vez mejor, hasta hacer saltar de alegría. ¡Es una gran aventura! —y lo felicitó.

Los niños miraron sorprendidos y no dijeron nada. Pero el que más se sorprendió fue Francisco, que dibujó en su cara unos ojos redondos y una sonrisa tímida pero decidida.

Más se sorprendió los días siguientes, cuando sus compañeros se empezaron a acercar a él para pedirle que les contara qué veía en palabras que le decían: pato, renglón, hormiga, lápiz… Muchas veces eran palabras tristes (llanto, injusto, rabia…), y tal vez era algo que sentían. Francisco nunca preguntaba. Solo salía a volar sobre ellas (sin capucha, que ya casi nunca usaba) y, cuando volvía, les contaba todo lo que había visto. Sus compañeros lo escuchaban atentos y siempre, siempre, se iban de ahí con una sonrisa o hasta reían con él de la aventura. Nunca más lo llamaron “distraído” entre burlas. Quizás porque entendieron que distraídos andaban ellos, todos los demás.

Dicen que los contadores de historias y los escritores fueron alguna vez como Francisco. Y que cada vez que los leés, hacés que salgan a volar. Y también dicen que tú mismo podés ser Francisco, si te dejás llevar.




En este enlace puedes escuchar el relato, leído por la periodista uruguaya Ximena Barbé.

Y en este otro encontrarás el libro completo para el que fue escrito, con textos de Roy Berocay, Malí Guzmán, Magdalena Helguera, Sergio López Suárez, Ignacio Martínez, Susana Olaondo, Lía Schenck, Helen Velando, Martín Solari, Lucía Pietrafiesa, Marina Cruz Gracia, Ana Lacoste, Gabriela Armand Ugon, Gabriel Aznarez, Daniel Baldi, Cecilia Curbelo, Ana Laura Lissardy, Fabián Severo, Marcos Vázquez, Rodolfo Santullo, Matías Bergara, Diego Castro, Germán País, Alejandro, Michelena, Claudia Amengual, Hugo Burel, Susana Cabrera, Miguel Ángel Campodónico, Marcia Collazo, Henry Trujillo, Ada Vega, María Julia Alcoba, Mercedes Rosende y Rafael Fernández Pimienta.

Por cierto, uno de esos relatos, también precioso, el de Marina Cruz Gracia, ya lo publicamos no hace mucho en este blog: Las manchas de la luna.
Además, en el volumen participan dos escritores que ya nos dejaron muestras de su buen hacer:  Fabián Severo (Noite nu norte), e Ignacio Martínez (Los hartados).

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