viernes, 17 de febrero de 2017

Dos Berenices, la de Caicedo y la de Poe

Andrés Caicedo (Cali, Colombia, 1951–1977) escribió que vivir más de 25 años era una insensatez: se suicidó con esa edad, poco después de recibir de una editorial la copia de un libro suyo recién editado.

Lo traemos hoy al blog para compartir uno de sus relatos, Berenice, inspirado en otro homónimo de Edgar Allan Poe que también transcribimos (en este caso, además, con el añadido de incluir cuatro párrafos que habitualmente no aparecen en las ediciones al uso, ya que tras su estreno Poe las eliminó -a regañadientes- por las quejas de varios mojigatos lectores a la editorial).


En la Berenice de Caicedo asistimos a una original orgía de voces narradoras en la que los tres obsesionados y juveniles protagonistas se confunden con la prostituta que da nombre al cuento.

Para conocer con más profundidad a Andrés Caicedo es muy recomendable zambullirse en varias páginas electrónicas, como el portal Poetas del fin del mundo, la del Banco República de Colombia o la de la editorial Words and Books, más concretamente en este enlace de YouTube, en el que a partir del minuto 5 y 55 segundos comienza una magnífica lectura de esta moderna Berenice.

Además, gracias a Lilia Ramírez, incluimos este enlace por el que se puede descargar en la página de Academia varios relatos más: 


Disfruten estos magníficos relatos en cualquiera de sus formas.



Berenice, de Andrés Caicedo
Aya-Lunar

Y te ibas a ir después de que Guillermo había vendido todos los objetos de plata que pudo encontrar en baúles, armarios y demás recovecos familiares. Después de que el tablero de la clase permanecía empapelado con las letras de tu nombre a dos colores, y los muchachos nos preguntaban qué quiere decir eso, ¿es el nombre de una hembra?

No, ¿cuál hembra?, respondíamos siempre, es solamente un juego. Te ibas a ir después de haber protagonizado el simple hecho de conocernos, después de haber juntado y exprimido nuestros cuerpos por quién sabe cuántas oportunidades y esperar a que llegara el otro día en el cual repasábamos todo lo anterior como si nunca hubiéramos estado contigo.
Esa era la verdad, amor: te olvidábamos. Y en esa verdad estribaba la razón de tu maravilla: no dejabas nada para recordar, no se podía.

Eso sí: ella jamás dejó de cobrarnos. Bueno, a ninguno de nosotros se le ocurrió jamás insinuarle la idea, ni siquiera cuando ella trabajaba en la casa de la vieja Carmen, o después, cuando la trasladamos a La Nueva Eva y comenzó a vestirse como una verdadera señora preponderante. Cuando era la más solicitada de la casa y había un viejo gordo que viajaba todos los martes desde Caracas para pasar la noche con ella y le dejaba cuatro billetes de quinientos.

El gordo llegaba a las siete de la noche, a esa hora ya estábamos nosotros, sonriéndole a ella mientras le decía cosas bonitas y le acariciaba el pelo y le pedía más trago y al rato se entraban a su cuarto. (Tratar de recordar la manera como ella se despedía, tal vez diciendo hasta mañana o hasta el viernes, mientras el gordo cerraba la puerta). Y nos íbamos felices, sabiendo que ya tenía para los tarros de leche Klim de la niña o para comprarse dos o tres vestidos sin tener que envidiárselos a nadie.
Después supimos que ella no tenía ninguna niña, y estuvo llorando cuatro días seguidos cuando le dijimos mentirosa, tanto que por fin nos dio lástima al ver el estado de sus ojos, pobrecita, se los besamos y la invitamos a uno de los cuartos, camine, y ella nos pide que le contemos otra vez el relato de Berenice, y que repitiéramos su nombre, ustedes son lo único que yo tengo, papitos, las letras de mi nombre, ¿sí?

Yo, el primero que te conoció, Berenice, el primero que te miró e inventó después el color que tenían tus ojos y a lo que sabía tu piel cuando yo te besaba, amor. Volviendo al día siguiente, al no poder más con esa sensación de presencia tuya metida en todo mi cuerpo, regresando en un domingo para estar todo el día metidos en tu cuarto, ya fuera la vieja Carmen tocando a la puerta, y tú diciéndome sobre mi hombro que cierre mis oídos, que no escuche nada. Sí, Berenice, yo regresé porque no recordaba bien si te besaran los senos o que, imitando a una araña, recorriera tus rodillas con mis manos.

Regresé para comprender que te quería, que te adoraba al preguntarte si era que te dolía, o qué, porque te estabas quejando, y me respondías no, no, Sebastián, ese es tu nombre, ¿cierto? Sí, me llamo Sebastián, y no te dolía, no, que te siguiera haciendo, que era rico, Sebastián. Yo, el contador de ti, quien le relataba a Alfonso cómo se te ponía la cara mientras sonreías, mi profesora de literatura, y que te habías aprendido mi nombre y no hacías otra cosa que repetirlo, y que te llamabas Berenice y él me preguntaba, ¿qué clase de nombre es ese para una puta? Alfonso, ¿lo recuerdas? Ese que vino conmigo la otra noche y se metió con la vieja del cuarto vecino, la de bigote. Yo fui quien lo trajo cuando tú querías conocerlo después. Y recuerdas la cara de felicidad suya al verte pues todos los días me había oído repetir que tú eras lo único importante que me había sucedido en la vida, amor. E inmediatamente lo invitaste al cuarto, y te diste cuenta que yo me quedaría muy solo esperándote, por eso también me invitaste a mí, y desde esa noche seguiríamos haciendo lo mismo, siempre. Recuerdas también que, al otro día, Alfonso compró un cuaderno de 100 hojas para llenarlo con tu nombre.

Y te ibas a ir después de que fui llevado a ti, después de ver tus ojos y comprender que eran como Sebastián me había contado. Sabes lo que significaba eso: irte después de que tus dientes estaban allí, después de que yo te acaricio esos dientes con la lengua, y hasta Clara, mi novia, me preguntó qué era lo que me pasaba, que a toda hora quería lamerle sus dientes, Alfonso, qué te pasa. Y no sé, Berenice, jamás podré saber, Clara, tal vez es porque los tenés muy bonitos, y ella sonrió y me dijo bésamelos otra vez y le obedecí, pero cómo iba a ser lo mismo, Berenice, jamás nada se podría asemejar a algo tuyo, amor, igual que mi vida y la de Sebastián y la de Guillermo después de haberte pagado el primer billete de veinte y preguntarte si eso le cobrabas a todos y supimos que no, que era únicamente a nosotros, y que nos querías de la misma manera como se quiere en las canciones. Te ibas a ir después de haber transformado nuestras vidas. (Eso también lo dicen las canciones, Berenice). Te ibas a ir después de las mentiras de Sebastián acerca de tus senos y acerca de tus ojos y después de que tus dientes y de que tu pelo y todo, amor, no puedo decirlo de otra manera, no sé, después de que todo eso era la respuesta a tu nombre, el motivo por el cual te llamabas Berenice con ese nombre de una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho letras.

Palabra que me cayó en gracia que al frente hubiera una casa en la que funcionaba una sala de billares en el piso bajo, y en el segundo un colegio de kinder, primaria y bachillerato aprobado. Estaba hablando de eso cuando salió ella. Me miró y dijo (un momento), dijo llegaste, sí, dijo llegaste, ahora sí estamos completos, ¿no es verdad, amor? Y me cogió la mano y no sé si ya dije que me estaba mirando como jamás creí que me pudiera mirar una mujer. Allí fue cuando me dijiste te adoro, así como suena, págale a Carmen el valor del cuarto, rápido, ¿sí? Hice todo lo que me pidió. Besó a Sebastián y a Alfonso en la boca, los despeinaste y te fuiste conmigo. Era la mujer más hermosa que había conocido y ponía sus muslos encima de mi vientre y permanecimos enredados no sé cuánto tiempo. Ella jamás abría los ojos, y por aquí tengo la libreta donde he escrito todas sus palabras, las cosas que me dijo. Claro, me cobró, me cobró lo mismo, veinte pesos. Después de preguntarme el nombre, y mi nombre es Guillermo y que si tenía una foto mía, le respondí que no, pero que mañana me mandaba a sacar una para dársela, para que la pongas al lado de las de ellos. Ya estábamos vestidos cuando me besó la frente, y se volvió a desnudar y los muchachos debían estar esperando afuera desde hacía mucho tiempo, pero no te preocupes, en nuestro amor no hay tiempo para esperas, así habla ella, una puta que trabaja en un prostíbulo de segunda y que se llama Berenice y es la única mujer en el mundo capaz de pronunciar palabras como esas. Esa noche, al despedirnos de ella, nos pegamos la borrachera más enorme de nuestra vida, hace dos días yo estaba siguiendo un tratamiento de antibióticos para los barros, pero qué carajos importaba. Eso fue mucho antes de que Sebastián le llevara a regalar ese cuento que se llamaba “Berenice”, en el que un tipo le arranca los dientes a su esposa. La entierra viva no más que para sacarle los dientes y meterlos en una cajita transparente.

Amanecer sobre las calles, sobre los parques, recogidos por los barrenderos de las cuatro de la mañana. Recordarla y sonreír obligatoriamente. Cuando Guillermo salió de estar con ella, cuando ella nos besó en los ojos mientras recordábamos sus caras, al salir, supimos que ya no seríamos más. Que todo se había completado entre los tres, que era una especie de pacto.

Y después Guillermo trató de contar todo, se acercó bastante a la realidad de lo que había pasado porque apuntó en una libretica todas las palabras que ella dijo. Pienso a veces en esa especie de profecía que era ella, en ese destino ya escalado de su mente, que hablaba únicamente de nosotros, de conocerme, de conocer a Guillermo, a Alfonso, de amarnos a todos. Su amor no bastaba para uno solo de nosotros, eso lo dicen también las canciones y eso es todo. Guillermo dijo después que estaba siguiendo un tratamiento para los barros, a base de antibióticos, pero que era el día más feliz de su vida, de modo que los barros y el intoxicamiento se podían ir al carajo. Y llegamos al acuerdo de que desde que vivíamos con la presencia de ella, teníamos empapados nuestros días de una extraña felicidad indescriptible, cómo la íbamos a poder describir si ella, la autora de esa felicidad, era la persona menos imaginable del mundo.
Después de habernos acostado con ella, no llegaba hasta nuestra mente una imagen concreta de su cara, de sus ojos, de su sexo. Lo que contábamos acerca de ella, después, entre nosotros, era una gran mentira de principio a fin, porque ninguno recordaba nada.
Después yo le llevaría ese cuento de Edgar Poe que se llamaba “Berenice”, en el cual un hombre entierra viva a su esposa para arrancarle los dientes con una pinza odontológica.
Cuando Marta no quiso aceptar a Guillermo como novio, Alfonso y Sebastián corrieron inmediatamente a contarle a ella. Estaban en clase de química cuando Berenice entró al salón y sacó a Guillermo de la mano. No sé cuánto tiempo ha transcurrido desde eso, pero ni uno sólo de los alumnos ha podido expulsar de su mente eso que es como un vago recuerdo, que habla de una mujer maravillosa entrando una mañana a clase de química y llevándose a un muchacho de la mano. Después Guillermo lloraría sobre sus pechos, lloraría en silencio, dejando que el cuerpo de ella buscara al suyo, dejando que su piel se sumergiera chapoteando en la piel suya. Ese día Guillermo no tenía un solo centavo en el bolsillo, y ella estaba viviendo ya en La Nueva Eva, de modo que el cuarto valía cincuenta pesos. Pero él se vistió, corrió a su casa y escondió en una chuspa de papel periódico cuatro copas de plata, único recuerdo de su primera comunión. Vendió la plata a un peso el gramo, 220 pesos en total, y le regaló el producto a ella, ella que tenía irritados los ojos nuevamente, a ella que lloraba todavía y le preguntaba a Guillermo cómo era esa tal Marta. Nada.

Marta. Clara. Marta. Lo mismo, porque mi novia también se llama Marta, todos nombres de cinco letras. Le digo a Marta que mi profesora de literatura se llama Berenice y que es la mujer más linda y más inteligente del mundo y a mí no me gustaba que Marta se burlara de su nombre, y que pidiera explicaciones entre carcajadas respecto a esta tal profesora de literatura, y yo me tenía que callar, porque ya estaba cansado de mentir, y hablar de Berenice quería decir mentir, no había otra alternativa.

No sabemos a qué obedece tu presencia, pero estás allí, amor, totalmente desarraigada de lo que nos rodea, estás allí solamente para que podamos amar, dispuesta nada más a que nuestros cuerpos pataleen enfrascados en el tuyo y se revuelquen por turno o a un mismo tiempo en tus entrañas dulces y jugosas, y ya lo ves, estamos hablando de ti nuevamente, sabiendo que no se puede, que es imposible, pero no importa, nada importa si, total, hundimos la cabeza entre tus senos y chupamos tu pelo como si fuera apio, humedecemos íntegra tu piel para mordisquearla así, para sentirla dentro o debajo o encima de nosotros. Adivinamos lo que está sintiendo tu cuerpo cuando tus rodillas nos golpean, nos maltratan en su orden de que convirtamos todo lo que te pertenezca en una hermosa masa líquida y veremos nuestras caras, retratadas allí donde sabes que está la palabra felicidad escrita de la manera más desconocida. Te contamos que en nuestras casas no hacen más que preguntarnos qué es esa vaina que hay allí colgada de la pared, Berenice.

La vaina es la foto tuya en la que solamente se advierte un relampagueo manchoso. Y les respondemos que no es nada, moviendo la cabeza y sonriendo, divirtiéndonos como locos al pensar, maravillados, que ni siquiera una cámara fotográfica puede llegar a recordarte.
Claro, sí, mete tu mano entre mis piernas y agarra todo, agarra todo, amor, repite otra vez que solo nos tienes a nosotros y que no existe nada más porque los cuatro juntos queremos decir eternidad, anda. Nos empujas hacia el borde de la cama y descuelgas tus piernas hasta que toques el piso frío, para que nosotros, apoyando los pies en la pared, nos tiremos hacia el único camino por el cual llegamos un poco más allá de eso que es tu simple cuerpo. Y sabes que estamos gimiendo y estamos recordando el cuarto tuyo donde la vieja Carmen, lleno de fotos de hembras en pelota y tú te vas a ir, pero nosotros jamás saldremos.

Ella les dijo que estaba enferma, una vez que leían “Berenice” en voz alta, en la sala de la vieja Carmen. Había sido ese empleado de banco que venía en motocicleta, y ellos lo comenzaron a matar inmediatamente; el hombre se bajó esa noche de su vehículo y gritó el nombre de ella, averiguando por su presencia. De todos modos, los que jugaban billar al frente se aprestaron a golpearlo con los tacos y las bolas de marfil. Y había que ver a los alumnos del colegio del segundo piso tirando piedra y tiza sobre el cuerpo ese, había que ver a los de cuarto de bachillerato arrojando los tarros de basura donde las muchachas tiraban sus kotex sucios.

La policía llegó y clausuró el colegio del segundo piso. Realmente -y en eso estuvieron todos de acuerdo- era un peligro dejar funcionar libremente un colegio de kinder, primaria y bachillerato aprobado, encima de un salón de billares. Veíamos a los niños y las niñas de kinder humedecer sus tizas en la sangre del tipo para hacer las operaciones de aritmética a varios colores, en los tableros, pero la sangre se secaba antes de tiempo y los resultados no llegaban a entenderse. Fue allí cuando dijiste que no querías vivir más en ese lugar, y te llevamos inmediatamente a La Nueva Eva.

Fíjate que ahora no más, recordábamos al que trabajaba en un banco, aquél que te enfermó, ¿lo tienes presente bajándose de su motocicleta, gimiendo debajo de los tacos de billar que se enterraban en su cuerpo? Te cuento que Alfonso sigue chupándole los dientes a Clara. Hace quince días salimos graduados de bachilleres, hasta salió foto de nosotros en el periódico, muchacha. Nos hubiera gustado que estuvieras presente en el acto de clausura, para que oyeras al cura rector pronunciar un discurso solemne en el cual ensalzaba de un modo increíble el dechado de virtudes nuestras, merced a las cuales seríamos, sin ninguna duda, el auténtico futuro de la patria. Y sabes, Marta a mi lado (la mía, porque la de Guillermo se murió el mes pasado de caccístolitis), apretándome la mano como siempre lo hace ella. Y yo diciéndole siempre que te cojo de la mano así, trato de comunicarte todo lo que siento al tocar tu cuerpo, vainas así por el estilo, como tú nos enseñaste. Toda la plata que se robó Guillermo para regalarte vestidos y tarros de leche Klim para tu niña, ha servido para que en las platerías fundan bandejas de ceremonia y enormes copas de trofeo.

Recuerdas que el hombre tuvo que enterrar viva a su amada para extraerle los dientes, eso lo relató su mayordomo, y los dientes cayeron de la cajita transparente y rodaron por el suelo.

Cuando quieras volver, te mostramos los siete trocitos blancos que guardamos de tu dentadura, porque los otros los botamos, estaban llenos de caries, ¿lo sabías?, y la caja negra, redonda, donde guardamos las puntas de tus senos y bien conservado ese par tuyo de ojos y un poco de tu pelo, y mira que hasta vamos a comprar un equipo completísimo de aire acondicionado.

Ven a visitarnos...




Berenice, de Edgar Allan Poe
Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. Ebn Zaiat


The Chicana/o Gothic
La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste, y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.

Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar, en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.

Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.

En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y solo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.

Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras.

¡Berenice! Invoco su nombre… ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada.
La enfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.

Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente.

Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes.

Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación.

Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal.

Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.

Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est*, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación.*El hijo de Dios ha muerto; es verosímil porque es absurdo; es cierto porque es imposible.

Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio solo por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno era éste el caso.

En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal.

En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.

Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno -en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción-, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice.

¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro.

La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!

El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza.

Me estremecía al asignarles en mi imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments(1), y de Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées!(2) ¡Ah, éste fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que solo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón.(1) todos sus pasos fueron sentimientos (2) todos sus dientes eran ideas. ¡Ideas!

Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto.

Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y consternación y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro.
En este punto intercalamos cuatro párrafos que Poe eliminó del relato tras su aparición en la revista Southern Literary Messenger debido a las numerosas quejas que los lectores enviaron al editor. Tales párrafos no figuran en la mayoría de las versiones editadas posteriormente, y tampoco en la que Julio Cortázar tradujo. Tras estos cuatro párrafos, continúa el relato tal como aparece habitualmente:
Tenía el corazón oprimido y lleno de pesar y, aunque reticente, me dirigí al dormitorio de la muerta. La cámara era amplia y oscura, y a cada paso en el interior de su sombrío recinto tropezaba con los ornatos funerarios. El ataúd, por lo que un criado me indicó, se encontraba rodeado por los cortinajes de la cama y, en ese ataúd, me susurró, se hallaba todo lo que quedaba de Berenice. ¿Quién fue el que me sugirió entonces que me acercase a mirar el cadáver? No había visto moverse los labios de nadie, sin embargo, la petición había sido formulada, y el eco de las sílabas todavía vibraba en el aire. Era imposible negarlo, y con una sensación de sofoco me arrastré junto a la cama. Suavemente retiré a un lado los sombríos cortinajes.

Al dejarlos caer, rodearon mis hombros, alejándome del mundo de los vivos y dejándome en estrecha comunión con el cadáver.

La atmósfera misma estaba impregnada de muerte. El olor peculiar del ataúd me puso enfermo; y me imaginé que el cuerpo ya exhalaba una emanación nefasta. Habría dado un mundo por escapar, por huir de la influencia perniciosa de la muerte, por respirar otra vez el aire puro de los cielos eternos. Pero carecía del poder de moverme, mis rodillas se tambaleaban, y permanecí petrificado allí mismo, mirando en toda su espantosa longitud el cuerpo rígido, atrapado en el negro sarcófago destapado.

¡Dios del cielo! ¿Es posible? ¿Es mi cerebro que flaquea, o era de verdad un dedo del cadáver amortajado retorciéndose bajo la venda encerada que lo envolvía? Helado de indecible pavor, levanté poco a poco los ojos, fijándolos en el semblante del cadáver. Una cinta le sujetaba las mandíbulas, pero, no sé cómo, se había desprendido. Los labios lívidos se retorcían en una especie de sonrisa y, a través de la agobiante penumbra, otra vez fulminó mi mirada, irresistiblemente, el brillo blanco y espantoso de los dientes de Berenice. Salté convulsivamente de la cama y, sin pronunciar palabra, hui como un maníaco de aquel reducto de horror, misterio y muerte.


Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?

En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayaba: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas*. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?*Me decían los amigos que encontraría alivio a mi dolor visitando la tumba de mi amada.

Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.

Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso…



Edgar Allan Poe
Wikimedia
Copia fotográfica del retrato pintado por Oscar Halling a finales de los años 1860 de Edgar Allan Poe. Halling usó el "Thompson" daguerrotipo, uno de los últimos retratos tomados de Poe en 1849, como un modelo para esta pintura.



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